Por Roxana Molinelli, miembro del Observatorio de Mujeres y Diversidades del CEPI-UBA
Aún esperanzada, una mujer dibuja y canta en lo que queda de su casa, mientras otra es lapidada hasta morir en las calles de Kabul. De la horda de varones, uno solo duda, pero finalmente también lanza una piedra. Tres niños juegan a ser parte del grupo de asesinos, comenzando su socialización en el oficio de los azotes y el apedreamiento. Castigos ejemplificadores, tácticas de sometimiento, tecnología femicida, que sustentan la arquitectura de una de las tiranías patriarcales más violentas y paradigmáticas de las últimas décadas.
“Las Golondrinas de Kabul” es una película animada, basada en la novela homónima de Yasmina Khadra (seudónimo femenino del escritor argelino Mohammed Moulessehou) y estrenada en 2019, bajo las direcciones de Zabou Breitman y Eléa Gobbé-Mévellec.
Con especial foco en los acontecimientos que conforman la vida de dos parejas jóvenes y con la presencia aledaña de un arco variado de personajes, el filme se construye sobre un tejido argumental que logra integrar diversas temáticas. Las violencias, los vínculos de pareja, la amistad, las infancias, las vejeces, los exsoldados, la guerra, la educación, la religión, la expresión artística, se despliegan articulando dimensiones personales, familiares, comunitarias e histórico-sociales, en un registro transparente y directo. Desde esa cercanía y simpleza, y sin dejar de estar atravesada por las miradas sociológica y de géneros, se narra el dominio monárquico dictatorial de los talibanes en la capital de Afganistán; un sistema que somete a la sociedad al autoritarismo de la sharía en el Estado Islámico, donde ningún tipo de consenso democrático existe y la ley es reemplazada por el más estricto acatamiento y la prohibición.
“Ningún hombre le debe nada a ninguna mujer”, se escucha en una conversación de bar entre un carcelero y un verdugo. Esta sentencia anuncia los recorridos que trazarán Las Golondrinas de Kabul, entre las acuarelas sutiles que conjugan las figuras de protagonistas y los paisajes de una ciudad arrasada, donde la música, la danza y las risas están formalmente prohibidas, y donde las mujeres, adolescentes y niñas son ubicadas en una posición de infra humanidad, o prácticamente de no-ser, y pierden toda autonomía. No pueden elegir cómo vestirse o salir solas a la calle, ni estudiar, ni trabajar, ni comerciar, ni reunirse, ni elegir a sus parejas, ni compartir la responsabilidad parental de sus hijas e hijos, ni siquiera tienen la libertad de decidir cómo morir. Un lugar derruido donde cualquier disidencia se halla a merced de castigos físicos, torturas, detenciones o, directamente, de la pena de fusilamiento. Donde no existe el Estado de derecho.
Este escenario de opresión, tristeza y crueldad también es delineado en nuevos y cruentos (des)usos de los espacios de participación colectiva: una universidad destruida y deshabitada frente al reacondicionamiento de un estadio de fútbol para transformarlo en campo de fusilamiento. Espacios contrapuestos entre los que emergen las resistencias y desobediencias capaces de expresarse en un tejido vincular y comunitario hiperoprimido, amenazado.
La burka, esa vestimenta del no cuerpo y de la negación del rostro y del gesto, es otra protagonista en el anudamiento de sentidos que hablan sobre la cultura de la polarización y de la cancelación de los derechos de las mujeres. La burka como encarnación de una ausencia o como velación y sumisión hechas textura; la cobertura indeseada de una prisión, un manto de la violencia que se reproduce entre diferentes niveles de adherencia o resistencia por parte de la población civil. El disfraz siniestro de un binarismo rígido, para el que no hay más que dos identidades sexo-genéricas o, casi, solo una.
“Eres tu propio carcelero y prisionero”, dice un anciano aparentemente vagabundo y enfermo a uno de los guardias de una cárcel de mujeres, mostrando tal vez otra posición de consciencia, la posibilidad de algún tipo de disidencia al régimen por parte de las masculinidades. O, también, imprimiendo una metáfora de la repetición centrípeta de las violencias de las cuales Afganistán parece hoy lejos de salir, porque su historia, atravesada por múltiples invasiones de potencias internacionales, hizo de este territorio un campo bélico de ensayo para sus disputas.
¿Cómo conservar las fuerzas, el deseo de una vida libre y justa en un sistema patriarcal de alta intensidad, asesino y femicida? ¿Cómo comenzar a hilar acciones de protesta contrahegemónica y plantear alternativas sociales y político-partidarias democráticas frente a un terrorismo de Estado de estas características?
Seguramente “Las Golondrinas de Kabul”, con una estética visual que logra un realismo conmovedor, sumado a un relato elaborado por diálogos sencillos pero precisos y verosímiles, arroje algunas pistas. Y así, como toda buena obra de arte comprometida, responda en su potencia para transmitir praxis fundamentales de los activismos por las democracias y de los feminismos, trazando señales como golondrinas en una tierra sin mar.
El Observatorio de Mujeres y Diversidades publicará un artículo de investigación respecto a la situación actual de las Mujeres Afganas.
Otras lecturas sugeridas:
Adlbi Sibai, S. (2017) La cárcel del feminismo. Ediciones Akai. España.
Amorós, C (2009) Vetas de Ilustración: reflexiones sobre feminismo e Islam. Editor digital: Titivillus.
Ramirez, A. (2012). Feminismo Musulmanes: historia, debates y límites. En E. Hernandez Corrochano (ed.), Teoría Feminista y Antropología: Claves Analíticas (pp. 153-170). Editoral Universitaria Ramon Areces.
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