Por Tomás Seré, miembro del Observatorio de Asuntos Humanitarios
La pandemia se configura como un factor exógeno ideal para el aumento de la concentración de poder por parte de ciertos líderes y el aceleramiento de la preexistente tendencia hacia los nacionalismos extremos. Sin embargo, la batalla aún no está perdida.
“¿Por qué, entonces, los alemanes educados acogieron a un lunático como Adolf Hitler? La respuesta breve es que las malas políticas causaron crisis económicas, militares y políticas, el caldo de cultivo perfecto para los tiranos. Las circunstancias alemanas cambiaron para peor, y cuando la gente se vuelve suficientemente enfadada o desesperada, a veces respaldará locos que nunca atraerían a una multitud en circunstancias normales”, asevera el historiador Jim Powell en su artículo de la revista Forbes “Cómo los dictadores llegan al poder en una democracia”.
Bajo esta lógica, el concepto se vincula perfectamente con el recurso retórico utilizado por el ex presidente norteamericano John F. Kennedy en numerosas ocasiones: “en el idioma chino, la palabra crisis se compone de dos caracteres. Uno representa peligro y el otro, oportunidad”. De este modo, más allá de la incorrección en la traducción estricta, la idea de aprovechar los momentos críticos mantiene su vigencia.
Es así que el coronavirus parece diseñado a medida para las derechas radicales que proliferaron en los últimos años. De hecho, incluso antes de la pandemia, la democracia ya sufría significativos vientos en contra a nivel global. Desde movimientos xenófobos anti-inmigrantes, hasta abusos de violencia, regresiones en los derechos humanos y liderazgos absolutos asentaron una clara tendencia internacional. En otras palabras, un mundo que lentamente declinaba ante un germen autoritario y se sucumbía en ese “síndrome del hombre fuerte”, que reconoce Gideon Rachman en su nota de opinión en el Financial Times.
Sin embargo, e irónicamente, en un contexto de emergencia que trasciende las fronteras y en el que el planeta más que nunca necesita de apertura, esta propensión se acelera peligrosamente. En esta línea, una considerable cantidad de políticos oportunistas aprovechan la crisis sanitaria, económica y social para incrementar su poder. Líderes nacionalistas se valen de la contingencia para recortar las atribuciones de gobiernos locales frente al estado central, postergar elecciones, dar renovados papeles a los militares, cerrar las fronteras y exaltar el proteccionismo frente a la cooperación entre países. Es decir, en nombre de la “seguridad nacional”, ciertos poderes ejecutivos concentran su poder y limitan el rol de las instituciones y de la sociedad civil. Y, al mismo tiempo, bajo una combinación de incertidumbre, inseguridad y miedo aparece el concepto que resuelve Thomas Hobbes en el Leviatán: ante el riesgo de perder la seguridad, nadie duda en ceder la libertad.
Más allá de que es aceptado que los regímenes democráticos cuentan -dentro de su arsenal normativo- con la posibilidad de desplegar poderes de emergencia en un marco extraordinario como este, el problema aparece cuando se sobrepasan los requisitos y límites. En este sentido, que no esté delimitada la vigencia temporal de las medidas, que no exista un control legislativo y judicial o que se limiten derechos que no tienen relación con la urgencia del COVID – 19 no son factores compatibles con la democracia que se pregona. En efecto, según un informe presentado por el National Democratic Institute, se registró en los últimos meses una disminución en la transparencia y en la rendición de cuentas de las gobernanzas, un aumento generalizado en la desconfianza ciudadana, un incremento en la marginalización de las minorías y un crecimiento en la suspensión de derechos y protecciones individuales. A lo que hay que agregarle, además, una dramática agudización de la violencia sexual y de género.
En este punto, surge inevitablemente el contradictorio concepto de “democracias iliberales”, desarrollado por el profesor Damián Szvalb en su café con el CEPI (y que bien se podría equiparar con la idea de “autoritarismos competitivos”, en términos de Steven Levitsky). Se trata de aquellos regímenes que violan las reglas de juego con demasiada frecuencia, ya que, a pesar de haber sido electos a través de elecciones limpias y abiertas, en reiteradas ocasiones no respetan los contrapesos institucionales, la libertad de prensa ni los derechos individuales –en especial de las minorías-. De la misma manera, generalmente estos sistemas se caracterizan por una mentalidad nacionalista/proteccionista que rechaza las instituciones internacionales de cooperación y que percibe a los inmigrantes como una amenaza.
En efecto, no dan golpes de estado y disputan el poder en las urnas. Pero la mismo tiempo, son los primeros en aprovechar las crisis y el desgaste de los sistemas políticos liberales para alimentar su poder, el odio y el patriotismo ultranacionalista de bandera. Es así que, tal como esgrime el reconocido analista internacional Francis Fukuyama: “La democracia hoy no muere por un gesto dramático, sino por mil pequeñas reducciones”.
Quizás el caso más paradigmático de un gobernante que lucra con la emergencia del COVID-19 para engrosar su poder sea el de Viktor Orban en Hungría. De hecho, su condición de plenos poderes probablemente signifique el mayor éxito de la extrema derecha en Europa desde la dictadura franquista en España, el Estado Novo portugués y Régimen de los Coroneles de Grecia. Es que, a fines de marzo, el parlamento húngaro aprobó -gracias al voto de los legisladores del Fidesz, el partido mayoritario liderado por Orban- una ley especial que le otorga al premier poderes extraordinarios, en principio, sin límite de tiempo. Así, se le concede al autócrata el privilegio de gobernar por decreto y la potestad de poder cerrar el parlamento, cambiar o suspender leyes vigentes o bloquear totalmente todo tipo de elecciones. Exactamente, Viktor Orban gobierna Hungría con poderes plenos, por decreto y sin rendirle cuentas a nadie. Con la absoluta libertad de decidir a piacere. Por supuesto, siempre con el pretexto de “proteger la salud pública y combatir la arremetida del coronavirus”.
En este contexto, durante su periodo como líder autoritario, Orban ya reguló más de 100 decretos, algunos de los cuales tuvieron poca relevancia directa con el combate del COVID-19. Por ejemplo, se despojó a los municipios opositores de ciertos poderes de decisión, se prohibieron los cambios de género en los documentos de identidad y se redistribuyeron recursos económicos en favor de la oposición. Y como si esto fuera poco, se definió un castigo de hasta 5 años de cárcel para todo aquel que difunda información falsa acerca del virus en redes sociales.
Inevitablemente, la situación húngara, catalogada como la primera dictadura de la UE, despertó desde sus inicios un fuerte repudio en el parlamento europeo que, tras una ardua presión, logró que Orban planteara la posibilidad de poner fin a la legislación de excepción y sus poderes absolutos (recordemos que inicialmente no se estableció una fecha límite). De este modo, actualmente se encuentra bajo revisión un proyecto que pretende establecer la caducidad del “estado de peligro” a fines de junio. Sin embargó, la revocatoria también acarrea grandes críticas por parte de la oposición y los organismos de derechos humanos. “La promesa de poner fin al estado de emergencia no es más que una ilusión óptica: si los proyectos de ley se adoptan en su forma actual, eso permitirá que Orban vuelva a gobernar por decreto por un período de tiempo indefinido, sin las mínimas garantías constitucionales ", manifestaron el Comité Húngaro de Helsinki, la Unión Húngara de Libertades Civiles y Amnistía Internacional Hungría.
No menos remarcables, pero si mucho más polemizadas en la Argentina, son las actuaciones de los presidentes Donald Trump y Jair Bolsonaro. Efectivamente, ambos ponen constantemente a prueba los límites de la democracia.
Contrariamente a lo que cualquiera podría esperar, ante la grave situación que afronta Estados Unidos, Trump, en lugar de moderar su mandato, extrema su posición e impulsa duras medidas. Con esta lógica, como afirma el autor -junto a Cas Mudde- de “Populism, a Very Short Introduction”, Cristóbal Rovira Kaltwasser, se vislumbran tres factores claves. Al hablar sobre “el mayor regreso de todos los tiempos”, Trump articula una propaganda que se basa en la recuperación económica y en aumentar sus índices de aprobación entre los votantes republicanos (de hecho, sus números en este sector son muy altos). Además, el mandatario no escatima esfuerzos a la hora de elaborar teorías de conspiración sobre los orígenes del virus y culpar a influencias extranjeras —desde China hasta la Organización Mundial de la Salud—. Por último, pero no menos importante, su belicosa respuesta a la ola de masivas protestas demuestra que está más que dispuesto a emplear políticas de mano dura a través de sus militares.
Por otro lado, “La Constitución soy yo”, frase expresada hace algunas semanas por el propio Bolsonaro, sintetiza perfectamente el rol que el líder brasilero reivindica. Para muchos, probablemente la frase podría sonar exagerada. Sin embargo, bajo su habitual premisa de profesar el amor por Dios y por las armas, el presidente de Brasil asiste recurrentemente a manifestaciones que aclaman que el Congreso y el Tribunal Supremo sean cerrados y suplantados por un gobierno militar. Evidentemente, la admiración de Bolsonaro por la junta militar va más allá de las palabras o de los símbolos. De hecho, desde que inició su mandato, el ex capitán del ejército incorporó a más de 100 oficiales militares retirados y en servicio a su gobierno (el vicepresidente, por ejemplo).
Del mismo modo, muchas otras naciones sufrieron violaciones al estado de derecho y a las libertades individuales. Por citar solo algunos casos, en India el gobierno del primer ministro Narendra Modi utilizó el lockdown para, a través de las fuerzas armadas, llevar adelante una discriminación perpetuada sobre los musulmanes establecidos en el país. En esta línea, el Parlamento de Filipinas aprobó una legislación que concede a Rodrigo Duterte poderes prácticamente ilimitados, hasta el punto de que el propio presidente ordenó a las fuerzas de seguridad disparar contra quienes incumplan la cuarentena. Asimismo, la policía croata le pintó -como signo de identificación- cruces rojas en la cabeza a decenas de inmigrantes provenientes de Bosnia-Herzegovina. En El Salvador, aun cuando la Corte Suprema ordenó la liberación de quienes estaban detenidos por violar la cuarentena, el presidente Bukele se negó e ignoró la orden. Y en esta línea, se documentaron variadas situaciones del género a lo largo y ancho del planeta (República Democrática del Congo, Polonia, Belarus, Cuba, Algeria, Marruecos, Sri Lanka y Malasia son algunos otros casos).
No obstante cabe destacar que, como exhibe el académico argentino Andrés Malamud, “en algunos países crece la resistencia al poder: gobernadores, jueces, opinión pública y hasta ministros enfrentan al presidente”. En este sentido, Brasil es probablemente el ejemplo más claro. Por el momento, las instituciones brasileras resisten las embestidas de Bolsonaro –especialmente enojado con el Tribunal Supremo por una investigación que involucra a sus hijos- con un gran apoyo de la población. Además, no es en vano recordar que la Justicia y el Congreso, en otras ocasiones, ya han hecho historia al someter a juicio político a distintos presidentes del país sudamericano. En efecto, casi la totalidad de los gobernadores estatales se contrapusieron a las medidas negacionistas promulgadas por el ejecutivo. Asimismo, es poco probable que el ejército respalde una posible toma de poder militar que instale a Bolsonaro como autócrata. Algo similar ocurre en Estados Unidos, donde varios académicos argumentan que el sistema político norteamericano se caracteriza por una serie de equilibrios institucionales tan robustos que la presidencia de Trump no podrá causar daños significativos a la democracia. Es así que, por ejemplo, el gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, rechazó la invitación de Trump a enviar tropas a la calle para reprimir las protestas por la muerte de George Floyd. Análogamente, Mark Milley, jefe del estado mayor militar, se arrepintió públicamente por haberse mostrado cercano al presidente. Situaciones que, en cierto modo, abren en la perspectiva un posible aire de “democratización pandémica”.
En esta línea, hay que destacar también los hallazgos descubiertos por Tom Ginsburg y Mila Versteeg en su investigación académica sobre el vínculo entre el COVID-19 y los Ejecutivos. En el documento, los autores afirman que, más allá de las excepciones anteriormente mencionadas, en una amplia mayoría de países se propaga una efectiva supervisión judicial y un activo papel de las legislaturas. Asimismo, en muchos casos se evidencia un buen trabajo en equipo entre los actores subnacionales y el gobierno central. En conjunto, la imagen general que emerge es la de un ejecutivo debidamente limitado durante la pandemia y en constante diálogo con múltiples instituciones (aquí se incluye a países como Francia, Alemania, los Países Bajos, Suiza, Austria, Corea del Sur, Taiwan, Bélgica, Uruguay, entre otros)
El crecimiento de los partidos de derecha radical y su discurso disruptivo
No obstante, un factor no detallado en la investigación anteriormente citada es el crecimiento -en paralelo- de los partidos de derecha radical sin presencia en los gobiernos ejecutivos. Por décadas luego de la Segunda Guerra Mundial, la extrema derecha en Europa fue vista como una “patología normal”: hasta los cuerpos sanos (democráticos) podían contener potenciales virus peligrosos (las agrupaciones de ultraderecha). Por ende, se aprendió a convivir con ellos que, por otra parte, no contaban con ninguna chance real de formar parte de la administración. Pero, como explica el politólogo ucraniano Anton Shekhovtsov, a partir de los 90´emergió una nueva visión. Es así que se empezó a observar que, si estas derechas radicales suavizaban sus discursos y dejaban de lado sus demandas más radicales, podían ser más poderosas dentro del espectro político. A partir de allí empezaron a crecer, y mucho.
En este contexto, la crisis provocada por el COVID-19 resulta el puntapié ideal para que las derechas radicales exalten su discurso. Tal como lo hicieron las dictaduras que se establecieron en el continente europeo entre 1922 y 1940, estas adulan, ante el aparente fracaso de los sistemas de partidos y parlamentarios, la necesidad de un nuevo tipo de orden autoritario y estable como base del desarrollo económico y social de sus respectivos países. Recalcan la conveniencia de un único poder nacional, fuerte y centralizado. En este sentido, aunque entre los propios partidos ultraderechistas muchas veces difieren a la hora de establecer ciertas congruencias, en este oportunidad se logró una clara homogeneidad que gira en torno al respeto de la soberanía nacional, un estado mano dura, políticas anti-inmigrantes y una perseverante critica a mala respuesta de los partidos tradicionales.
Asimismo, ya con experiencias anteriores cargadas sobre la espalda, la cuarta oleada de derechas radicales articula un estilo de comunicación muy efectivo y que abarca a un público muy diverso. Discursos que, a través de sus fundamentos en la exacerbación de los miedos, el abandonamiento y la frustración del pueblo, atacan el nervio de cualquiera. De hecho, si algo hacen bien, es capitalizar preocupaciones. Interpelan a la “gente normal” con “problemas normales”. Es decir, significantes vacíos y con los que cualquiera se puede sentir identificado, ya que, al fin y al cabo, ¿quién no quiere solucionar sus problemas? Con esta lógica, el ejemplo más llano es culpar a los inmigrantes por la falta de trabajo. Ergo, se instala a la inmigración como un problema personal de los desempleados, al que se le une esa sensación de que “ocupan tu lugar”.
De esta manera, como explica el especialista en el tema Franco delle Donne en diálogo con el CEPI, detrás de un discurso rupturista y capitalizador del descontento social, funciona una base populista. Dicho de otro modo, una ideología fina que se puede pegar tanto a la izquierda como a la derecha. En ambos casos, las representa el rechazo hacia una elite desconsiderada y la existencia de un pueblo puro, continuamente perjudicado y que quiere “volver a ser como antes”. Y, por supuesto, que el líder del partido populista es el único que puede descifrar a esa ciudadanía y representarla correctamente. Un inmejorable espejo de este concepto se vio en las últimas elecciones alemanas, en las que los votos a la extrema derecha no solo provinieron desde la centro-derecha de Merkel, sino incluso desde la izquierda radical y la centro izquierda. Cabe acentuar, asimismo, que la fortaleza de su discurso se enmarca también en la capacidad de movilizar a los abstencionistas (el voto no es obligatorio).
Evidentemente, son métodos que funcionan muy bien debido a que nuestro cerebro –generalmente- tiende a justificar con historias simples y a convencerse a
través de una “conspiración” que canaliza una indignación o un enojo.
Empero, para delle Donne el riesgo no se centra tanto en el crecimiento directo de los partidos de derecha radical, sino en el arrastre que estos pueden conllevar. “La potencia está más en lo disruptivo, en movilizar e instalar temas en la agenda pública y política. No estoy seguro que puedan llegar a ser mucho más que eso”, interpreta el analista radicado en Alemania. A lo que agrega: “De todos modos, son partidos muy inteligentes y lo saben. Por ende, se aglomeran para crear alternativas reales en frentes y líderes menos radicales, que tal vez no generan tanto rechazo”. En otras palabras, la amenaza más grande es que sus discursos penetren en el debate y que se normalicen sus conceptos.
Entonces, si se empieza a evaluar si el islamita va a cometer o no delitos, el daño ya está hecho: el que comete un delito, sea quien sea, es un delincuente; pero no por su raza o su religión. Con esta lógica, tomar a la inmigración como una invasión terrorista no es lo mismo que enfocar la mirada del tema desde otros problemas que pueda traer y debatir sanamente para solucionarlos.
En este marco, como expone el proyecto de investigación sobre las democracias de V-Dem, el mundo está expuesto a un “derrame democrático”. Evidentemente, toda crisis es un momento que los gobernantes autoritarios buscan aprovechar para centralizar su poder; y el COVID-19 no es la excepción. En efecto, mientras las fuerzas militares patrullan las calles de diversas ciudades en el mundo, ciertos líderes intensifican su desproporcionada supremacía. Asimismo, en muchos casos, los estados de emergencia suponen una desaparición prácticamente total de la accountability horizontal (rendición de cuentas entre agencias del estado, en términos de Guillermo O´Donnell). La pregunta es, entonces, si esta rotura de los marcos institucionales podrá restablecerse luego de la pandemia. En este sentido, el principal riesgo es que estos hechos se transformen en una nueva normalidad y que la ciudadanía poco a poco los tolere.
Cabe decir, además, que la inminente crisis económica incrementará las desigualdades y el descontento social, caldo de cultivo perfecto para los discursos populistas.
Por lo tanto, el dilema está en que la democracia pueda salir viva de la crisis que la acecha. Aunque el panorama es altamente complejo, existen ciertos indicios de que el desborde se puede contener. En primer lugar, coincidencia o no, los líderes más notorios en términos de retroceso democrático fueron claramente los que peor manejaron la pandemia. Lo que, en cierto modo, desacredita su imagen. De hecho, como escriben el politólogo Andrés Malamud y el economista Eduardo Levi Yeyati en El País, “el que no pierde por autoritario, pierde por inútil”. De la misma manera, las extremas derechas europeas tampoco ofrecieron alternativas mejores para afrontar la pandemia. Asimismo, como ocurre cada vez más en Brasil y en Estados Unidos, será fundamental la contestación de los otros actores del marco estatal. En son de una democracia fortalecida, gobernadores, el Congreso, el Poder Judicial y hasta el propio pueblo le deberán marcar la cancha a quienes pasen la línea roja y pretendan un poder absoluto. Lo mismo deberán intentar hacer las alianzas de cooperación a nivel internacional. Una batalla difícil, pero no imposible.
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